Los días
(Obra
en un acto)
Un
portal. Está cayendo un aguacero. Llegan por rumbos diversos una muchacha,
sacudiéndose el agua, y luego un anciano. Cargan sendos morrales llenos con el
mandado, en los que asoman legumbres. Él viste ropa gastada, ella tiene menos
de veinte años, viste bien.
Los dos ven el cielo. Él se seca con un
gran paliacate rojo. Tendrá ¿setenta y cinco, ochenta años? Pero es fuerte aún,
conserva restos de gallardía y apostura. Va a guardar el paliacate, sus ojos
caen en la muchacha: la evalúa
como mujer, es guapa; la ve
detenidamente… en especial, los atributos femeninos más desarrollados. Ella
siente la mirada y se retira dos pasos.
ANSELMO: Señorita, ¿gusta
secarse con este paliacate?
ROSA: No, muchas gracias.
(Lo
ve de reojo. Reacciona con una especie de sorpresa e inmediatamente se
suaviza.)
ANSELMO: Está limpio y
planchado o no me atrevería a ofrecérselo. Me he secado la frente y el pelo,
por eso lo sentirá húmedo.
(Ella
sonríe. Está dubitativa.)
ROSA: Gracias. Bueno sí.
Gracias. (Lo acepta. Se seca la cara, el
pelo.) Yo me mojé más que usted. (Lo
devuelve.)
ANSELMO: Va a ser cosa de
guardarlo como reliquia. Pañuelo más afortunado, quién había de decirle que iba
a hacerle cariños a una joven tan primorosa.
ROSA: (Sonríe. En tono de advertencia.) No me diga cosas así, señor.
ANSELMO: ¿Por qué no, si
son ciertas? Es usted primorosa.
ROSA: (Viéndolo con chispa de travesura.) Favor que usted me hace... Pero
no vaya a arrepentirse después de haberme echado flores...
ANSELMO: Que se me seque
la boca cuando llegue ese momento.
ROSA: ¿A poco no se
arrepiente cuando anda diciéndole de cosas, así muy adornadas, a cada gorda y a
cada vieja?...
ANSELMO: Si eso piensa de
mí, ha de creer que tengo muy mal gusto, o malos ojos…
ROSA: O muchas ganas de
divertirse. Pero no pienso: ya lo he visto.
ANSELMO: ¿Cómo me ha visto
usted?
ROSA: En el mercado.
Comprando su mandado, igual que yo.
ANSELMO: ¿Y cómo se fijó
en mí?
ROSA: Ya ve.
ANSELMO: ¿Y cómo puede ser
que no la había yo conocido antes? ¿Que haya yo estado tan cerca de usted sin
advertirla?
ROSA: Así es la vida.
ANSELMO: ¿Es usted de este
barrio?
ROSA: Vivo en Huipulco,
señor.
ANSELMO: ¿Pero viene
seguido a Xochimilco? ¿Al mercado?
ROSA: Más o menos.
ANSELMO: Sería bueno saber
cuándo, para tener el gusto de verla otra vez.
ROSA: Ay, señor... (Mueve la cabeza.)
ANSELMO: No crea que le
hablo con malicia. Ya los viejos podemos admirar la belleza joven sin
codiciarla... Y sin más pretensión que el placer de tenerla cerca.
ROSA: Ay, señor yo creo
que usted ha de ser muy travieso.
ANSELMO: (Sonríe.) Travieso... Bueno, los
impulsos yo creo que mueren hasta la tumba. Nunca puede dejar de atraernos un
cuerpo femenino. Aun a veces... lo que resta de un cuerpo femenino pues ya
usted ve que a la vida se le pagan tributos. Nos despoja... Pero es justo,
porque da tanto. Y también aprendemos, con los años, a no dejarnos desquiciar
por el arrebato, a cultivar la amistad, siempre gusto de la conversación y la
compañía.
ROSA: ¿De veras aprendió
usted eso?
ANSELMO: De veras... Y ahora
juzgo que el aguacero ha sido afortunado, porque me dio oportunidad de
conocerla.
ROSA: Muchas gracias,
señor.
ANSELMO: ¿Y terminó usted
sus compras? Porque si algo necesita, podríamos ir juntos. Yo le llevaría su
morral.
ROSA: No faltaría más. Ya
anda usted cargando el suyo... Y usted ha de ser de esos señores que no les
gusta hacer el mandado...
ANSELMO: Muy intuitiva es
usted.
ROSA: Pues, un señor tan
galante, no es usual que ande comprando chiles y cebollas.
ANSELMO: Está enferma mi
esposa. Cosas de señoras, ya sabe usted. La cintura. Me parece justo ayudarla,
ella hace todo en la casa. Colaboro con las cosas que requieren esfuerzo.
ROSA: (Lo observa.) Mmh. Creo que usted colabora más que ella.
ANSELMO: ¿Por qué dice
eso, señorita?
ROSA: Mire, le faltan dos
botones... El ojal del cuello está desbaratándose. Y... (Calla).
ANSELMO: Que ojos tan
observadores, además de preciosos. (Se
compone el cuello con incomodidad.) Es... descuido mío. Salgo al mercado
con cualquier ropa. No espera uno encontrar quien lo vea... quien lo vea con
interés suficiente como para advertir detalles.
ROSA: Ay, sí, usted cree
que nada más los hombres tienen ojos.
ANSELMO: No señorita. Y sé
que la mujer es más rápida en su vista. Aunque sea más dueña de sus impulsos.
Uno, aun con los años encima, tiene más trabajo para refrenarse. Para hablar
con entusiasmo, sí, pero conteniendo los besos que se le quieran salir a la
boca. ¿Cómo se llama usted?
ROSA: Adivine.
ANSELMO: (La observa.) Una joven tan linda...
tendría que llamarse Rosa. (Ella se ríe.)
¿Por qué se ríe? ¿Le parezco necio?
ROSA: No, señor. Me parece
muy pícaro. Nada más me río... porque me llamo Rosa. Igual que mi mamá.
ANSELMO: Una madre muy
guapa, será, que tiene hijas tan bellas.
ROSA: Pues sí. Muy guapa
mi mamá. Y se conserva.
ANSELMO: Será un gusto
conocerla algún día, si viene con usted. Es tan raro que no las haya visto
antes...
ROSA: Nosotras sí lo
habíamos visto.
ANSELMO: Sí. Eso mencionó
usted.
ROSA: Mi mamá me lo señaló
y me dijo su nombre: don Anselmo Pineda.
ANSELMO: ¿Su mamá me
conoce? ¿Yo la conozco?
ROSA: Sí. No sé si la
recuerde: Rosa Garrido.
ANSELMO: Rosa... Garrido.
ROSA: Sí. (Un silencio.)
ANSELMO: Por eso pensé
Rosa. Te pareces a ella. Digo, se parece usted. Perdón por tutearla, pero...
Hija de Rosa. ¿Y está bien tu mamá, su... mamá?
ROSA: Está muy bien. Pero
tutéeme si quiere. Mamá me dijo todo. Ya sé que usted es mi papá.
ANSELMO: Soy tu... Claro.
Eso pensé. Por tu edad. Claro. Rosa... Me imaginé.
ROSA: Pues sí.
ANSELMO: Y te lo dijo.
Fuiste mujer.
ROSA: Sí señor.
ANSELMO: Y muy mujer.
¡Válgame Dios, y yo echándote piropos!
ROSA: Sí.
ANSELMO: Se me va a caer
la boca.
ROSA: Sí, Por eso mismo me
lo dijo todo mi mamá. Como no llevo su apellido de usted…
ANSELMO: Usas el de ella.
ROSA: No. El de su marido.
ANSELMO: Pero si llevaba
como tres años de muerto cuando naciste.
ROSA: Sí, pero total, ni
quien se fije. Y si se fijan, qué les importa. Mi Mamá me ha hablado mucho de
usted. Y me lo dijo todo porque le chocan las mentiras y dice que siempre salen
mal y no fuera yo después a andar casándome con mis hermanos, o…o... (Se ríe.) ¡Cómo será usted! Ya ella me
lo había dicho.
ANSELMO: Mira hija, yo,
digo, ¿no te molesta que te diga hija?
ROSA: Claro que no.
ANSELMO: Digo que no vayas
a pensar que tuve malas intenciones o que... trataba de...
ROSA: (Se ríe.) No, ¿verdad? Si no sabré cómo es.
ANSELMO: Puedo jurarte por
lo más sagrado...
ROSA: ¿Qué me va jurar?
ANSELMO: Nada. Si estás
tan chula. Cómo va uno a saber. Rosa Garrido... Rosa... Jiménez has de ponerte.
ROSA: Eso mismo.
ANSELMO: Qué bonita estás.
¿Cuántos años tienes?
ROSA: Voy a cumplir
diecinueve.
ANSELMO: ¿No quieres que
te registre? Me daría mucho orgullo que llevaras mi nombre.
ROSA: No, pues... La
verdad, que no tiene caso. Si hubiera sido entonces, cuando nací... Pero
tampoco quiso mi mamá. Dice que habrían sido problemas, que para qué
complicarle a usted la vida, que ni caso tenía...
ANSELMO: Yo me porté muy
mal con ella.
ROSA: Qué va. ¿Por qué?
Ella sabía que es usted casado y que ni modo. ¿Y viera lo feliz que ha sido
conmigo? Quería una hija y, pues ya, me tuvo. Y mi hermano era chico, le dijo
que ya le iba a regalar una hermanita y pues... Todo salió muy bien. Ella lo
recuerda bastante. Y me ha contado mucho de usted.
ANSELMO: Yo la recuerdo
también. Bastante.
ROSA: Menos. Menos, porque
así es usted. Yo quería conocerlo. Y... Siempre dan ganas de hablar con un
papá. Digo, ella y yo, mamá y yo, mujeres, nos entendemos muy bien. Pero un
hombre... es distinto y puede una preguntarle, si es el padre de una... No sé.
Me hacía mucha ilusión conocerlo. (Calla.
Se ven. Ella toca los ojales.) Me podría usted traer a veces su ropa.
ANSELMO: (Cohibido.) Es esta camisa. No creas
que...
ROSA: Ay, mire, bien que
sé. ¿Pues cómo anda usted haciendo el mandado? ¿Eh? Enferma... Fodonga, eso es.
Mi mamá lo sabe. Y sus hijos, puros gandules que no lo ayudan nada. Ya ve, si
hubiera tenido una hija... junto a usted... (Un
silencio.) No se ponga así. No soy... una extraña. Pues... (Sonríe.) Soy su hija.
ANSELMO: Mira cómo vinimos
a dar aquí, con la lluvia.
ROSA: Sí. O si no, de
algún otro modo habría sido. Yo le habría hablado un día.
ANSELMO: Tenemos que
vernos. Para que te conozca más.
ROSA: Ya sabe dónde
vivimos. Está un poco cambiado porque agrandamos el negocio. Ahora, vendemos de
todo. Está muy bonito. ¿De verdad va ir a verme?
ANSELMO: ... Sí, claro que
sí.
ROSA: Ni va a poder. Y
yo... ya voy a casarme. Nos vamos a ir de aquí, y mi mamá se irá con nosotros.
Nicolás, mi hermano, va a quedarse con el negocio. Él ya se casó. ¿Lo conoce
usted?
ANSELMO: Lo conocí. De
niño.
ROSA: Claro. De lejos. (Silencio. Se ven.)
ROSA: Pues... ya nos
conocimos. Me conoció.
ANSELMO: ¿Ya te vas? Mira,
yo quisiera... hacerte un regalo. Nunca te he dado nada. (Se echa la mano a la bolsa. Le da pena.) Digo... Que fuéramos a...
comprarte algo... algo sencillo. Algo como recuerdo.
ROSA: No, no, no. No
quiero eso. Quiero otra cosa. Quiero que me diga algo como padre. Eso quiero.
ANSELMO: Como padre.
ROSA: Sí. Como mi papá.
Dígame... algo. Para mi vida. (Se ven
intensamente. Un silencio.)
ANSELMO: Mira: nunca
permitas que un hombre te maltrate ni te falte al respeto. Así estés muy
enamorada. Que no te alce la mano jamás. Que no te grite. Tu respeto de ti
misma: cuídalo siempre.
ROSA: (Asiente.) Gracias. (Un
silencio. Ella asiente otra vez.) Gracias. Ya me voy.
ANSELMO: Sí. Que te vaya
bien. Que Dios te bendiga. Voy a darte la bendición. (La bendice y ella le besa la mano.)
ROSA: A mamá le va a dar
gusto cuando le cuente. (Sale.)
ANSELMO: Claro. Salúdala,
por favor, con mi respeto. Con mi... (Quedo.)
cariño. Rosa. ¿Hace veinte años? Veinte (Mueve
la cabeza.) La vida. Los días de la vida. Los días. (Sale.)
Telón
Emilio
Carballido, en Gabriela Rábago, “Los días”, Secretos
para hacer teatro, México, Editorial Pax, 2007, pp. 90- 101.
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